Mientras se adentraba más en las misteriosas cámaras, sus ojos se abrieron de asombro y admiración. Y luego, en un momento que quedaría grabado para siempre en su memoria, se encontró con una vista de una magnificencia sin igual.
Erguida y resplandeciente, allí estaba: la estatua de Guanyin Buda, meticulosamente elaborada en oro sólido. Su radiante luz iluminaba la habitación, proyectando una aura divina que tocaba el núcleo mismo de su ser.
Abrumado por la pura belleza y rareza del descubrimiento, supo que el destino había sonreído a él, otorgándole un tesoro inconmensurable.